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La Crónica - Héctor Velázquez - Mejía
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Apuntes gramaticales: dobletes léxicos

Héctor Velázquez - Mejía / Febrero, 2016

 

Todos sabemos que, genéticamente hablando, la madre de nuestra lengua española es el latín. Es muy larga la historia de cómo se transformó el latín, no sólo en el castellano sino en todas las lenguas romances (francés, italiano, portugués, catalán, gallego, rumano, etcétera).

 

Básicamente, y simplificando de manera consciente la cuestión, hay tres formas de recibir términos de nuestra lengua madre. La primera la constituyen las denominadas “palabras patrimoniales”, aquellas que están en nuestro idioma desde su mismo origen y que por su antigüedad han sufrido más cambios fonéticos hasta llegar a su forma actual. Así, “lactem” es el origen de nuestra “leche”, o “filium”, de nuestro actual “hijo”. Existen, por otro lado, algunas palabras que, por haberse introducido en nuestro idioma en época más tardía o haberlo hecho a través de hablantes más cultos, no han sufrido tantos cambios fonéticos y se han mantenido, digamos, más cercanas a su original latino. Son palabras en las que se adivina ese original con muy poco esfuerzo. Pensemos, por ejemplo en nuestro “incrédulo” y constatemos lo que se parece al latino “incredulum”; o en el término “póstumo” y su asombrosa similitud con “postumum”.

 

De manera particular nos vamos a detener hoy, sin embargo, en el fenómeno de los dobletes léxicos, que consiste en una doble derivación a partir del latín. Estaríamos por tanto hablando de dos palabras cuyo origen es el mismo étimo pero que han llegado por dos caminos diferentes: uno vulgar o patrimonial que ha sufrido una evolución fonética mayor; y otro culto, cuya evolución ha sido menor. Todos conocemos “frío” y “frígido”, cuyo origen común es “frigidum”; o “caldo”, “cálido”, ambas provenientes de “calidum”. “Agüero” y “augurio” provienen las dos de “augurium”.

 

Por último, vamos a hablar de algo que seguro llamará la atención de ustedes. ¿Sabían que “testigo” y “testículo” comparten padre lingüístico? Efectivamente, el origen común es el latino “testiculus”, diminutivo de “testis”, que en latín significaba precisamente “testigo”. La relación entre el acto de testificar y esas partes íntimas masculinas podría provenir de una costumbre establecida en el Derecho Romano. Esa costumbre permitía testificar en los juicios únicamente a los varones, quienes afirmaban su derecho a testificar y la veracidad de sus palabras, sujetándose los testículos con la mano derecha. Como en este ámbito nunca faltan opiniones diversas, hay otra explicación para el fenómeno: la de que cuando un Cardenal era investido Papa debía permitir que otro Cardenal perteneciente al Cónclave de Electores pudiese palparle los genitales para certificar que era hombre y evitar así el fraude de nombrar Pontífice a una mujer. Leyenda o realidad, como vemos, las palabras nunca dejan de darnos oportunidad de jugar con ellas.

Asuntos médicos: morir de pena

Héctor Velázquez - Mejía/Febrero - 2016

Desde tiempo inmemorial, la sabiduría popular habla de esas personas mayores que se morían de pena, incapaces de sobreponerse al fallecimiento de un ser querido, del esposo o de la esposa con quien habían convivido durante tantos años. Casi cualquier médico puede contar algún caso conocido en primera persona de alguien que ha muerto de pena. Yo mismo puedo citar el caso de mi madre, que falleció el 15 de junio de 2012, justo trece meses después de la muerte de mi padre con quien estuvo casada durante sesenta y seis años y procreó seis hijos que la vez le dieron varios nietos y biznietos. Se pueden citar diversos motivos médicos para la muerte de mi mamá. Pero la realidad es que no pudo soportar la desaparición física de la persona con quien compartió virtualmente toda su vida.

 

Ahora un estudio publicado en la revista Circulation, una de las más prestigiosas en el campo de la cardiología, revisa a un grupo de casi dos mil pacientes fallecidos por infarto de miocardio. Pues bien en esta serie de pacientes estudiados, el catorce por ciento había sufrido la pérdida de un familiar cercano en los seis meses anteriores. Y de estos, diecinueve pacientes habían sufrido esa pérdida en las últimas veinticuatro horas.

 

Morirse de pena, decían nuestros abuelos. Y sigue siendo así. Al brutal impacto psicológico que supone el fallecimiento de un familiar muy querido se unen la pérdida de apetito, la ansiedad, el insomnio, muchas veces el olvido de la propia medicación, factores que producen un deseo de abandono de la persona que los padece y que anticipan su propia muerte.

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